mayo 31, 2023
Literatura

Miguel Hernández, el hombre de barro

Me llamo barro aunque Miguel me llame.

Barro es mi profesión y mi destino

que mancha con su lengua cuanto lame.

Diez años no dejan de ser un suspiro. Diez años son sólo una anécdota de la vida. Pero, 10 años bastan para poder desarrollar una voz propia, sincera y colectiva.

La trayectoria profesional de Miguel Hernández se reduce a poco más de estos diez años. El poeta empezó con 20 años a publicar sus primeros poemas y su camino fue cortado bruscamente a los 31. Sin embargo, el de Orihuela consiguió alzar tan fuerte su voz que hoy sigue vigente como el primer día.

Con Miguel Hernández es fácil toparte, aunque no te des cuenta, sin buscarlo. Leer un guion y toparte con un “menos tu vientre todo es confuso”, ir al hospital y que su pared recite “te mueres de casta y de sencilla”. Miguel Hernández está ahí, en la calle, en las gentes. Aunque no lo sepas, aunque no lo conozcas, él está en contacto con todos nosotros. ¿Quién  no ha escuchado la voz de Serrat declamando que para la libertad sufre, lucha, pervive?

Yo te libé la flor de la mejilla,

y desde aquella gloria, aquel suceso,

tu mejilla, de escrúpulo y de peso,

se te cae deshojada y amarilla.

Miguel Hernández es de esos poetas que a muchos no gustan. De esos que hablan de sí mismos para sí mismos. Hasta su poesía beligerante no es más que una lucha íntima. No enarbola la bandera de la revolución ni escribe discursos de excitación desbordada. Él lucha describiendo a aquel niño yuntero, aquel niño humillado y más raíz que hombre que no es un niño sino que es todos y cada uno de los hombres.

Si algo caracteriza a Miguel Hernández es que consigue que el lector rompa las barreras de su existencia misma adquiriendo los sentimientos que se desprenden del papel. No hay poesía como la maravillosa Elegía a Ramón Sijé para despertar un sentir que para muchas personas todavía es desconocido. No es la voz de Miguel, es la voz del hombre animal que solamente siente y, por lo tanto, no miente.

¿Quién salvará a este chiquillo

menor que un grano de avena?

¿De dónde saldrá el martillo

verdugo de esta cadena?

La poesía de Miguel Hernández es una poesía de otoño. Es una poesía castaña y que sabe a hoja en tierra. No es grandilocuente ni surrealista. Es la poesía de un cabrero sin estudios pero con una sensibilidad desarrollada a golpe de pena. Es la poesía del pueblo.

No es sino pena lo que empuja su pluma. Miguel Hernández se denomina a sí mismo como “el más corazonado de los hombres” y sabe que no hay suficientes alegrías que maquillen una pena (“tengo la pena de una sola pena que vale más que toda la alegría”).

Me callaré, me apartaré si puedo

con mi constante pena, instante, plena,

adonde ni has de oírme ni he de verte.

La muerte fue compañera constante de su camino, a pesar de lo corto de éste. A la ya citada muerte de su “compañero del alma”, Ramón Sijé, habría que sumarle la temprana muerte de su hijo, apenas cumplidos los 10 meses (“la flor nunca cumple un año, y lo cumple bajo tierra”).

Pero la muerte no sólo es aneja para Miguel Hernández. En sus propias carnes acaba por sentir sólo muerte. No “saborea otra bebida” que la que le ofrece la parca y acaba “buscándose la muerte por las manos”.

Umbrío por la pena, casi bruno,

porque la pena tizna cuando estalla,

donde yo no me hallo no se halla

hombre más apenado que ninguno.

Y, ¿qué decir del amor? Al fin y al cabo Miguel Hernández no era más que un joven. Era aquella “savia sin otoño”, una savia de joven a despecho, sin armadura ante las penalidades. Y, como a cualquier joven, son estos daños los que más le afligen.

Miguel Hernández entiende el amor en su vertiente romántico-vital. La pérdida del amor es motivo de pena y muerte. Es un joven de veintitantos años buscando el amor ante el infortunio de las desgracias, los desvelos y los desplantes.

Arrojado me veo, y tanta ruina

no es por otra desgracia ni otra cosa

que por quererte y sólo por quererte.

Siempre es curiosa la forma en que un escritor llega a alguien. Ese escritor con el que uno siente una conexión especial, aquel que pone palabras a tus sentimientos, ese escritor “favorito” nunca llega por una recomendación de un amigo o del Facebook. Ése siempre llega por casualidad y eso aumenta la conexión, es una relación predestinada.

Yo creo recordar la primera vez que Miguel Hernández se puso en contacto conmigo. Recuerdo un pequeño grupo que vino a tocar al salón de actos de mi colegio. Yo de lo que me enteré es de que si ibas a ver a un grupo que cantaba poemas de un escritor, te subían la nota de lengua. Y allí fui. Sin saber nada de qué iba aquello. Con pilas nuevas en el mp3 para que me duraran todo el tiempo que iba a estar allí metido. Me acuerdo de un hombre joven, de baja estatura y cuya voz aguda no podía hacernos más gracia. Pero también recuerdo que volví a casa con las pilas sin usar.

Vuela niño en la doble

luna del pecho:

él, triste de cebolla,

tú, satisfecho.

No te derrumbes.

No sepas lo que pasa

ni lo que ocurre.

Tampoco puedo olvidar a aquella profesora de lengua, sola frente a la clase. Sola con Miguel Hernández. Recitando de memoria aquella Elegía, con la voz profunda de aliento gastado, con sus dedos arañando el aire y con sus dientes a bocados sintiendo la arena caliente. Y de nuevo, recuerdo nuestras risas, y hasta nuestra pena hacia una profesora que veíamos que estaba como una regadera.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,

quiero apartar la tierra parte a parte

a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte

y besarte la noble calavera

y desamordazarte y regresarte.

Pero la vida pasa y las cosas cambian. Y ahora no puedo evitar reírme cuando me encuentro a mí mismo sin aliento y escarbando el aire hasta poder besar esa noble calavera. O cuando mi voz suena aguda de sentimiento cuando entono uno de esos poemas musicalizados que nos han regalado Joan Manuel Serrat y muchos otros.

Menos tu vientre

todo es futuro

fugaz, pasado

baldío, turbio.

Miguel Hernández es un corazón desbordado por las circunstancias. Es la voz del pueblo y el aliento del que sufre. Es la desorientación del ganadero entre tanto ruido y el susurro del enamorado en plena guerra. Él no se esconde ante la muerte, muestra el pecho y espera la certera hendidura del cuchillo frío y metálico en su cuerpo cálido y caduco.

Me sobra corazón.

Hoy descorazonarme,

yo el más corazonado de los hombres,

y por el más, también el más amargo.

No sé por qué, no sé por qué ni cómo

me perdono la vida cada día.

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