mayo 31, 2023
Cine

La Gran Belleza: El hombre en busca de sentido

No nos andemos con preámbulos: este texto versa sobre cómo Paolo Sorrentino parece tener una idea bastante aproximada acerca de qué va todo esto. El cineasta italiano pergeñó hace casi dos años, en 2013, La gran belleza, uno de las obras culturales que más verdad filosófica posee de las últimas décadas, a pesar de que gira en torno a un personaje que no tiene prácticamente ninguna certeza. Intentemos explicar esta paradoja.

Antes de concebir a Jep Gambardella, a Sorrentino no le resultaban desconocidos los drifting character, esos personajes que, al contrario de lo que ocurría en la narratividad clásica, deambulan por el universo diegético sin objetivo, rumbo, orientación o conocimiento de ningún tipo. Su obra inmediatamente anterior, This must be the place, también incluía a un protagonista extravagante, lánguido, una estrella del rock and roll reconvertido a cazador de nazis, al que interpretaba con una permanente cara de desconcierto Sean Penn. Aunque aquel era un intento muy destacable de personaje embarcado en una búsqueda, la perfección llegó con el estiloso periodista que se deja caer por los recovecos sociales y morales de la alta, aunque encorvada, sociedad romana.

Esta premisa inicial, la del periodista carismático perdido que se encuentra en situaciones extrañas, llevó a la mayor parte de la crítica a comparar a la película de Sorrentino con La dolce vita, el clásico italiano de 1960 en el que un imponente Marcello Mastroianni daba vida al periodista Marcello Rubini. No obstante, llevar los paralelismos entre ambas obras más allá de la premisa descrita constituye, lisa y llanamente, pereza intelectual o simple ignorancia (la misma ignorancia que supone quedarse en la parte superficial de las fiestas y los trajes de La Dolce Vita). Aunque el diálogo entre ambas obras es evidente, su contenido metafísico es sensiblemente diferente: el filme de Fellini es la expresión amarga de un inmenso vacío existencial; La gran belleza es el relato de una búsqueda esperanzada. Marcello Rubini vaga y, aunque rodeado de sexo, alcohol, riqueza y diversión aparente, no es capaz de encontrar nada trascendente. Su único resquicio de luz, que reside en su amigo Steiner y su paz familiar, se convierte en una fuente de absoluto horror. Por su parte, Jep Gambardella vaga, sí; sin rumbo fijo, por supuesto; pero buscando o, mejor dicho, con la esperanza de toparse con algo a lo que, a falta de un nombre mejor, llama «la gran belleza».

En ese concepto de «gran belleza» radica la diferencia fundamental de ambas obras y el acierto supremo de la segunda. Es tentador decir que Sorrentino ha penetrado más hondo en las capas de la verdad que Fellini, pero lo más probable es que, sencillamente, ambos autores quieran decir cosas distintas y, por tanto, sus mensajes no sean comparables. Por ello, ciñéndonos a La Gran Belleza y a la paradoja con la que comenzaba el artículo, parece que el diálogo clave de la película se produce en el amanecer en la terraza de Jep con la monja centenaria y los flamencos. La monja le pregunta a Jep por qué no escribió ningún libro tras su primera obra. Jep responde que quería encontrar «la gran belleza». Esta gran belleza a la que alude tan intencionadamente el título, y que el periodista italiano ha buscado en el fondo de los vasos, en lo alto de su terraza, en las fiestas de ricachones y en los ojos de la bella Ramona no es la felicidad, como se podría pensar, sino algo mucho más recóndito y arcano: el sentido de la existencia. Y no me nieguen que si hay algo en el mundo que es bello, es el sentido. Ahí está el pleno acierto de Paolo Sorrentino: una vez que tenemos conseguido nuestro sustento, todos buscamos algo que dé sentido a nuestra existencia. Es probable que, como decían ilustres cenizos como Cioran o Schoppenhauer, ese sentido no exista de modo objetivo, y que sea solo un constructo consolador que los humanos creamos de forma más o menos consciente. Sin embargo, ello no significa que no debamos buscarlo o que, incluso, no podamos captar algún destello ocasional de él.

La magistral reflexión de Sorrentino encuentra una base científica en los trabajos del psicólogo austriaco Viktor Frankl. Frankl, autor de El hombre en busca de sentido, fue uno de los supervivientes del Holocausto y del campo de Auschwitz. Durante su reclusión en el infausto campo, Frankl intentó poner en práctica (en la medida en la que las inhumanas condiciones de vida lo permitían) su teoría sobre la psicología, a saber: el motor que mueve a los seres humanos es la búsqueda de un motivo que dé sentido a sus vidas, ya sea la pareja, el trabajo, la religión o la afición más inocua e inimaginable posible. Se oponía así a las escuelas anteriores de Freud (que proponía, a grandes rasgos, que a lo humanos nos mueve el deseo sexual) y Adler (el cual propugnaba que el motor de nuestra especie es la búsqueda de poder), y desarrolló un método de trabajo al que denominó logoterapia. La logoterapia consistía en descubrir qué era aquello que motivaba a su paciente a seguir viviendo a través de la conversación con él y la observación de su cotidianeidad. El hombre en busca de sentido, mitad testimonio y mitad libro teórico, es una parada obligatoria para los interesados en la literatura sobre psicología y sobre el Holocausto.

De esta forma, dos autores de épocas, países y ocupaciones muy distintas llegan a una misma conclusión a través de dos medios estéticos que no podrían estar más alejados para, así, contribuir con brillantez al incremento del conocimiento sobre los resortes del mundo y de nosotros mismos. De cuando en cuando, sabemos hacer las cosas bien.

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