Analizaremos aquí Hamlet (Laurence Olivier, 1948), la película que le valió su único Óscar como actor, además de una nominación al mejor director. Para comenzar, como es evidente, el reparto de la película está impecable encarnando a los personajes de la tragedia del príncipe de Dinamarca. En especial, el propio Olivier, como Hamlet, y Jean Simmons en el papel de Ofelia dan un auténtico recital de interpretación. Al fin y al cabo, Laurence Olivier ha sido uno de los mejores actores de todos los tiempos, y el terreno shakesperiano era su hábitat natural. Como curiosidad, podemos añadir que aparecían también en la película Peter Cushing interpretando a Osric (luego sería Van Helsing y el Gran Moff Tarkin en La guerra de las galaxias) y, como extras, Desmond Llewelyn (Q en los primeros James Bond) y el gran Christopher Lee.
Sin embargo, lo más destacable de la obra es el trabajo de dirección de Olivier, que consigue encajar perfectamente la pieza teatral original en las estructuras narrativas y significantes del cine, y esto es algo que ha sido conseguido en contadas ocasiones en la historia del Séptimo Arte. La influencia del expresionismo alemán se deja notar en el trabajo de fotografía e iluminación, pero el Hamlet de Olivier se distingue por dos grandes virtudes: el uso del espacio y la resolución estética del soliloquio.
En cuanto al espacio, Olivier recrea el palacio de Elsinore de tal manera que su cámara tenga recursos para jugar y expresar. Los pasillos son largos, de tal manera que hay distintas escenas que pueden estar realizándose simultáneamente y dialogando entre ellas de forma simbólica. Por ejemplo, al principio de la obra, cuando Polonio advierte a Ofelia de que no debe caer bajo la seducción de Hamlet, una simple panorámica sirve para desviar la atención del padre y representar la mirada de la joven, que se precipita a través de un larguísimo pasillo de arcos cuyas líneas fugan en la lejana figura del príncipe, objeto de deseo de Ofelia, para volver de nuevo a Polonio y sus consejos, sin que se produzca ningún corte.
Otro ejemplo fantástico de plano secuencia se produce durante la representación de los comediantes a través de la cual Hamlet pretende revelar el crimen de Claudio. Durante toda la representación, el montaje no es externo, sino interno: el plano no se corta, sino que la cámara se desplaza físicamente en semicírculo, mostrando alternativamente la actuación, la extrañeza de Ofelia y Gertrudis, la avidez de un Hamlet que quiere descubrir la verdad y el horror de Claudio, que ve en escena su propia villanía. Esa gran sala en la que se lleva a cabo la representación está construida de tal forma que cuando se produzca la escena final el director pueda jugar con picados y contrapicados y con una variedad de ángulos y encuadres riquísima. Este estilo que lo apuesta todo a la profundidad de campo y al «plano total» conecta directamente con el de Orson Welles, que apenas unos años antes lo había trabajado en Ciudadano Kane y El cuarto mandamiento.
Sin embargo, probablemente el mayor triunfo de Olivier sea la resolución del soliloquio y de la expresión de los pensamientos de los personajes. Como es sabido, en teatro los personajes expresan sus inquietudes a través de monólogos recitados en voz alta. Esta convención es necesaria puesto que si no los verbalizasen, el público físico no podría conocerlos. Olivier, por el contrario, aprovecha el recurso de la banda sonora y expresa algunos de los más famosos monólogos de la obra (por ejemplo, el de «ser o no ser») en voz en off, que vamos escuchando mientras vemos el rostro de un Hamlet que está en proceso de pensar. Esta es un resolución estética brillante, pues seguimos sabiendo qué piensa el personaje, pero no es necesario falsear la realidad. Laurence Olivier se revela, pues, como un adaptador cinematográfico de una talla extraordinaria.