Cuando en 1992, hace ya la friolera de 25 años, Clint Eastwood ponía el punto final a su obra maestra Sin perdón con aquel bellísimo plano crepuscular del pequeño rancho, muchos vaticinaron el final de la larga agonía del western. ¿Dónde más podía ir el género más americano de todos? Sergio Leone y Sam Peckinpah hicieron girar a toda velocidad la rueda del Oeste, y de aquella fuerza centrífuga salieron despedidas la rabia, el cinismo y la melancolía del western crepuscular y el spaguetti-western. Eastwood se erigía como el último mohicano de una raza casi extinta y tras el pantano de la desmitificación en el que exilió a William Munny las fronteras marcaban un non plus ultra.
Por supuesto, los vates estaban, afortunada e inevitablemente, equivocados. Se ha seguido haciendo western, y del bueno. En este cuarto de siglo, hemos disfrutado propuestas clásicas como Open Range, Appaloosa o Valor de ley; el maravilloso ejercicio manierista que supuso El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford; cruces de géneros atrevidos, como la excelente Bone tomahawk; e incluso revisitaciones simpático-festivas al estilo de El bueno, el malo y el raro.
Otra vertiente de la ficción del Oeste, muy interesante, es la del llamado neowestern (que en realidad es más post que neo). Es decir, historias ambientadas en la actualidad pero cuyos códigos estéticos y retóricos responden a los del género de John Ford. Por ejemplo, la oscarizada No es país para viejos. O el debut de Raúl Arévalo como director, Tarde para la ira. O la serie Justified. O la película que nos ocupa y de la que vamos a hablar a continuación, último y magnífico ejemplo de esta tendencia.
Comanchería cuenta la historia de dos hermanos que, en pleno siglo XXI, trazan un plan para eludir las deudas de un banco que consiste en atracar, precisamente, sucursales bancarias. En su persecución se lanza un veterano ranger de Texas, de esos que se las saben todas. Una línea argumental tan clásica como esta (me viene a la mente, por ejemplo, la portentosa The Town dirigida Ben Affleck en 2010, que es muy parecida) encuentra en su especial tratamiento el carácter de western. Porque la peste a gasolina ha sustituido al tufo de los caballos, pero el polvo inhóspito del desierto y el sudor de los hombres tiene el mismo origen.
La película, independiente en su producción, se ha convertido en la sorpresa del año. Aunque su director, David Mackenzie, tiene a sus espaldas una carrea de quince años haciendo largos, Comanchería es el primero de ellos que le ha puesto en el panorama internacional, y con razón. La película está dirigida con mucha elegancia y haciendo uso de los recursos que hacen del western la épica moderna. La narración tiende a situar a los personajes en el espacio a través de un travelling inicial o dos, para luego pasar a un bien utilizado plano/contraplano. Los planos generales están empleados con mucha sabiduría (por ejemplo, en la escena de la persecución tras el atraco al último banco), de tal forma que enmarcan dramáticamente a los personajes en su paisaje. Y la secuencia final entre Chris Pine y Jeff Bridges es un derroche de buen gusto y de tensión finamente construida con un último plano secuencia realmente espectacular, de los que usa la distancia, el encuadre y la composición de manera inmejorable.
Precisamente los tres actores principales son uno de los mejores puntales de la película. Chris Pine, que milagrosamente ha encontrado tiempo para hacer esta película entre Star Trek y Wonder Woman, compone a un personaje recio, cáustico, de los que no se altera con facilidad. Su interpretación es contenida, pero en el buen sentido: con muy pocos recursos es capaz de transmitirlo absolutamente todo, como podrían haber hecho en su momento Clint Eastwood, William Holden y James Coburn. Más histriónico, por contraste, es Ben Foster, un actorazo entre lo mejor de los intérpretes de reparto actuales. El mayor de los hermanos, rebelde y desequilibrado, se queda las frases más lapidarias y los momentos más intensos, y pasa sobre el metraje como un huracán. La escena de la despedida entre él y Chris Pine es un ejemplo de cómo hay que hacer las cosas: un primer plano, una línea y una mirada bastan para poner un nudo en la garganta. Y completa la terna Jeff Bridges como el policía perseguidor, un hombre chapado a la antigua que se divierte pinchando a su compañero latino y que tiene una intuición prácticamente infalible. Bridges es Bridges y cumple con su habitual buen hacer. La última escena, que comparte con Chris Pine, es sencillamente antológica.
Ayuda a los actores que el guion que escribe Taylor Sheridan es robusto, bien definido y rudamente poético. Los diálogos son secos, cortantes, intensos. Hay mucho de Los valientes andan solos de David Miller, mucho de John Ford en el personaje de Jeff Bridges y mucho, muchísimo de Sam Peckinpah en toda la película. La ambientación la terminan de redondear las canciones country elegidas para la banda sonora (con clásicos como Townes Van Zandt o el highwayman Waylon Jennings y nuevos talentos como Colter Wall) y las composiciones originales de Nick Cave y Warren Ellis, que ya firmaron la excelente banda sonora de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford.
Comanchería es, en fin, un ejercicio cinematográfico tan brioso como fino y tan poético como violento. Un soplo de aire fresco entre tanto superhéroe y tanta franquicia, y un soplo de aire clásico que ni reniega de sus raíces ni se molesta en esconderlas. Es, ni más ni menos, lo que debería ofrecer, y hasta ser, el cine.