marzo 27, 2023
Cine

Birdman

Birdman, la nueva película del mexicano Alejandro González Iñárritu que parte como una de las favoritas para los Óscar, es una película de más de 90 minutos conformada por un único plano secuencia. Ya está dicho. Tanto en las críticas y opiniones que trascienden en las redes sociales como en el más tradicional «boca-oreja», lo único que parece que trasciende es la proeza visual que ha acometido Iñárritu. Y Birdman es una proeza visual, una barbaridad con la que Iñárritu enseña el dedo corazón a todos sus compañeros de profesión excepto, quizá, su compadre Cuarón. Pero Birdman es mucho más que un plano secuencia pantagruélico, más que Michael Keaton paseándose de forma muy curiosa en gayumbos, a puerta gayola, por Times Square. Por ello, hasta aquí todo lo que voy a decir de la forma y de la técnica en esta película.

Porque Birdman es una película que habla sobre unos temas que tienen su importancia, su trascendencia, y lo hace sin empalagos ni grandilocuencias, sino con comicidad y atino. La prodigiosa forma en la que lo hace sirve, nada más, para ensalzar el contenido. El trabajo de Iñárritu es una muy buena película, que roza una categoría de obra maestra que se le escapa debido a la brusquedad con la que desaparecen las subtramas de los personajes secundarios y la falta de redondez en el final. Pero no me malinterpreten, el guion, los diálogos y los actores son brillantes.

¿De qué habla Birdman? Birdman es, esencialmente, una búsqueda de la identidad. O, mejor, una búsqueda del afianzamiento de la identidad, personificada por este Riggan Thomson que deambula en un plano secuencia infinito por las profundidades de Broadway. Identidad se entiende aquí por el lugar que ocupa cada uno en el mundo, un lugar en el que nuestra presencia metafísica es reconocida. La clave para entenderlo es el rapapolvo que le dedica una inspirada Emma Stone a su padre, con la metáfora visual del papel higiénico marcado y las alusiones a Facebook y Twitter. No es tanto una crítica a la dependencia de las redes sociales como una llamada de atención sobre la inexistente importancia objetiva del individuo en relación con el mundo factual en el que vive, contrapuesta a la vital importancia subjetiva que tenemos hacia quien nos rodea y hacia nuestros actos. La confusión entre estos dos conceptos, el de existencia objetiva y existencia subjetiva, es lo que trae a vueltas a Riggan. Le frustra la búsqueda fútil de la primera, hasta que se da cuenta de la relevancia absoluta y trascendente de la segunda. También representa esto la escena en la que Riggan compra una botella de whisky mientras, de fondo, un mendigo recita el monólogo del ruido y la furia de Macbeth. Además de ser uno de los momentos más inspirados y brillantes de la película, alude a un Riggan perdido en el ruido y la furia («la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada») de Times Square, del público de su obra, de la crítica, de las discusiones con Mike Shiner (Edward Norton).

No solo se personifica en Riggan Thomson la búsqueda. También tiene ecos en el personaje de Naomi Watts, una actriz de Hollywood en madurez que busca el teatro, la esencia de la interpretación; en Mike Shiner, incapaz de ser real excepto cuando finge ser otra persona; en la hija, recién salida de la drogadicción y que adolece de la ausencia emocional del padre. Y no solo se refiere Birdman a estas cuestiones. En un nivel más superficial, Birdman habla del mundo del teatro, del cine, de la farándula, en fin, en un alarde de metaficcionalidad. Los problemas de la creación, la dolorosa gestión de las obras, que no resultará ajena a quien haya hecho alguna vez teatro, por amateur que sea. La de Riggan es una pelea durísima contra el público, contra la crítica, contra el dinero, contra sus actores y contra él mismo. Es el precio de intentar hacer reales las ideas. También propina Iñárritu una contundente coz a la crítica despiadada, que no exige más que unas horas y una o dos copas para destruir una obra en la que una persona ha puesto sus ahorros, sus energías y su vida. Es el compromiso vital del artista, por mediocre que sea, reivindicado por el director mexicano. Y el fantasma de Birdman, acompañando a Riggan y planteando la cuestión de qué es lícito y qué no en arte. Las películas de entretenimiento, o el arte conceptual. El rendimiento económico o el ars gratia artis.

También merece mencionar la galería de personajes, y los brillantes actores que los interpretan. Desde los más desequilibrados, como Riggan, Mike, Leslie o Sam, a quienes saben bien cuál es su sitio, su función y sus objetivos: Jake, el productor, y Silvia, la ex mujer. Todos ellos están brillantes en sus papeles. Los mano a mano que tienen Norton y Keaton mientras interpretan (ficción dentro de la ficción) son memorables, mientras que Naomi Watts es la mezcla perfecta de profesionalidad enturbiada por inseguridad y remezclada con dulzura. Emma Stone, una de las actrices más sólidas de la nueva generación, bascula con sabiduría entre la fragilidad inherente a su condición y el conocimiento privilegiado acerca del mundo en el que vive. Sorprende que Galifianakis dé vida al personaje más sentado, el único que tiene en mente el objetivo real, que es llevar la obra a buen puerto. Y Amy Ryan proporciona la paz que Riggan necesita y que, en ocasiones, los espectadores también necesitamos, como ya hiciera en The Wire con McNulty. Pero, por supuesto, sobresale un Michael Keaton que, además de constituir por sí mismo una puesta en abismo de la representación (Batman, Birdman), cuaja el papel de su carrera con este tipo egocéntrico, sensible, necesitado y un poco cucú de la cabeza que es Riggan Thomson. Iñárritu exhibe también destreza enseñándonos los «poderes» de Riggan/Birdman, su personalidad dañada, la pistola de Chéjov reinventada.

Y, para acabar, como no podía ser de otra manera, hablemos del final. ¿Asciende Riggan, como la Virgen, a los cielos? ¿Se despeña por el rascacielos? ¿Qué significa la mirada de Emma Stone mirando sonriente hacia arriba? Empezando porque no se puede criticar una película cuyo último plano sea la cara de Emma Stone, quizá no haya que tomarse demasiado en serio el final de Birdman. No parece que Iñárritu lo haya hecho. Podemos buscar simbologías, pensar que un Riggan «liberado» de Birdman se eleva por la falta de peso. O podemos pensar que, simplemente, es un juego que nos plantea el autor. Quizá lo sea toda la película. Quizá lo sea nuestra propia existencia. Sea como sea, juguemos.

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