En un determinado momento de la Historia del arte, algunas obras comenzaron a no caber en ellas mismas, a no poder justificarse y comunicar lo que pretendían comunicar por sí solas, y necesitaron ponerse en contacto directo con aquellos a quienes estaban dirigidas. Pasaron de ser vehículos de transmisión de ideas a transmitir esas ideas en una conversación directa, franca y, en ocasiones, incluso agresiva. Hablo, por supuesto, de la práctica conocida como «ruptura de la cuarta pared».
El nombre viene del teatro, ya que los dramas se desarrollaban en los límites que ofrecían el fondo, los dos laterales y esa cuarta pared que separaba la obra del público. Pero ya en pintura esta necesidad del arte de derramarse fuera de su contenedor pudo verse reflejada en técnicas como el trampantojo, en los retratos o en cuadros como el Marte de Velázquez: ese viejo cansado está implorando a voces ayuda y descanso a todo aquel que ose cruzarle la mirada.
El público de Federico García Lorca, el corifeo de la Antígona de Jean Anouilh que disecciona junto a la audiencia los entresijos de la tragedia o el travieso maestro de ceremonias que rompe una y otra vez con el ritmo de la historia de Sally Bowles en Cabaret son solo algunos ejemplos de violación de esa cuarta pared en teatros y musicales. Y, como no podía ser de otra manera, el cine heredó esta y tantas otras tradiciones artísticas para domarla y someterla a su voluntad.
La veleidad del cine, tan desobediente, de salirse de su marco viene de sus más tiernos orígenes. Es proverbial (aunque no enteramente verídica) la anécdota de aquellos primeros inocentes espectadores que salían corriendo en la primera proyección de los hermanos Lumière cuando el tren se aproximaba a la pantalla en Llegada del tren. Reconozcámoslo: no hay nada que interpele más a una persona que la amenaza de ser arrollado por una locomotora. Tampoco era un derroche de delicadeza el plano final en el que el bandido del primer western de la Historia, Asalto y robo de un tren (1903), apuntaba y disparaba en repetidas ocasiones frontalmente a la audiencia con su revólver. La cuarta pared, pues, ya estaba rota en el momento del nacimiento del cine narrativo.
Y, a partir de ahí, los ejemplos son innumerables y abarcan un amplio abanico de métodos, desde los más sutiles y visuales a los más bestias e indisimulados. En el cine clásico del Hollywood dorado era habitual que las primeras escenas de las películas incluyeran frases del estilo: «Are you there?» que, aunque incluidas en la diégesis, cumplían con la tarea de mantener vivo el contacto con los espectadores, que se sentían pillados in fraganti. La mirada de Malcolm McDowell al comienzo de la Naranja Mecánica rezumaba una mala baba espeluznante y apelaba directamente a los bajos instintos de los espectadores; Funny Games es un continuo diálogo casi insoportable con el respetable; Ian McKellen decidió que Ricardo III hablaría de tú a tú con los espectadores para contarles lo malo que era en su adaptación del clásico shakespeariano de 1995; el protagonista de Kick-Ass nos relata su historia como si la estuviéramos leyendo; Kurt Russell se detiene un segundo para echar una mirada picarona por encima de su coche a prueba de todo en Death Proof antes de provocar ese pequeño accidente de tráfico; y Woody Allen, simplemente, llevó todo esto a un nivel prometeico cuando se sacó de la imaginación esta escena:
Pero, si se me permite (y con esto llegamos al asunto que da título a este artículo), la escena de interpelación al espectador que ejecuta la conocida ruptura de la cuarta pared con un nivel mayor de elegancia y efectividad es el comienzo de Europa, de Lars Von Trier. Esta historia ambientada en la lúgubre y sórdida Alemania de postguerra, narrada con la singularidad que ha convertido a Von Trier en un autor de culto, comenzaba con una secuencia prólogo que poco tenía que ver con el resto de la película, pero que enganchaba al espectador y se convertía por derecho propio en una escena inolvidable. Se trata de esta:
A los que hayan pinchado y hayan visto la escena antes de seguir leyendo: ¿no están pegados a su asiento, sin poder moverse, casi sin poder respirar? Pues esa es la intención de su autor. La secuencia se compone de un solo plano continuo en el que la cámara va montada sobre el morro de un tren que avanza en la noche e ilumina con sus faros los metros de raíl que se encuentran inmediatamente delante. El traqueteo de las ruedas sobre los raíles es lo único que se escucha cuando comienza una música de violines de ritmo recurrente sobre la que se instala una voz.
Ese grave timbre pertenece nada menos que a Max Von Sydow, el legendario actor de Ingmar Bergman, que va recitando una cuenta numérica como si se tratase de la relajación muscular progresiva de Jakobson. La voz de Von Sydow nos lleva del uno al diez, y nos advierte: cuando lleguemos al diez, estaremos en Europa. En el proceso, nos insta a que el calor y la relajación se transmitan a cada poro de nuestro cuerpo, y se acompaña de progresivas instalaciones de nuevas melodías en la banda sonora, que nos escoltan en ese camino a través de dos líneas paralelas infinitas. El resultado es hipnótico. Para cuando queremos recordar, Lars Von Trier nos ha atrapado y estamos en Europa.