En algunas ocasiones, la narración de una película o de una serie de televisión, ya sea una obra de arte o un producto mediocre (aunque ocurre más en el primer caso) alcanza un nivel sublime de conjunción entre las categorías de forma estética, contenido y belleza, durante un instante. Durante un momento efímero. Durante un solo plano. Es por ello que intentaré que aparezca con cierta frecuencia en Gran Imaginador esta serie que he dado en llamar, sin un especial alarde de imaginación, “Análisis de un plano”.
(A partir de aquí, spoilers grandes). La revelación para hacer esta sección me llegó mientras veía el final de la cuarta temporada de Breaking Bad, y en concreto, ese último plano en el que un movimiento de cámara autónomo (marca de la instancia narrativa que da nombre a esta ilustre publicación) nos revela la presencia en el jardín de Walter White de una planta aparentemente inofensiva. Este genial plano me dejó boquiabierto, con la mandíbula desencajada y admirando la magnitud de la brutal anagnórisis (1) que acaba de presenciar. Imagino que a ustedes también.
Hasta ese momento, Breaking Bad no me había atrapado. Será porque la vi con las expectativas demasiado altas, pero el caso es que no conseguía que me admirasen ni me atrapasen ni las supuestamente innovadoras formas narrativas de la serie (un ejercicio de estilo vacuo), ni la carrera hacia la perdición de Walter White, ni la personalidad del personaje protagonista. Es más, veía serios problemas en el modo en el que la trama solía avanzar. Breaking Bad es una serie cuya historia se basa en que el personaje principal es estúpido, y comete estupideces que, convenientemente, hacen avanzar la trama. Verbi gratia, cuando Hank ha aceptado que Gale Boetticher era Heisenberg y ha dejado el caso y la DEA, White se emborracha y, convenientemente, vuelve a poner a su cuñado sabueso sobre la pista. En este punto, la trama de la serie está acabada, y esta equivocación vuelve a poner en marcha la historia, puesto que las investigaciones de Hank provocarán el conflicto entre Walter White y Gus Fring y, eventualmente, el homenaje a Two-Face que protagoniza este último. Otro ejemplo: tras la muerte de Fring, Hank de nuevo da por acabado el asunto de Heisenberg, pero se encuentra el libro de Walt Whitman que, convenientemente, Walter se ha olvidado en el baño. Y no me digan que un tipo que planea algo como el asesinato de Fring va a conservar una prueba incriminatoria como esa por tener un souvenir.
No obstante, todo ello deja de importar en el momento en el que la cámara empieza a sobrevolar la piscina de los White. Ya esos cuatro últimos capítulos de la temporada han sido muy épicos, y han constituido un potentísimo clímax, no solo de la cuarta temporada, sino de toda la serie. La narración ha jugado al engaño, a la pista falsa. Nos ha hecho creer que Fring es un tipo capaz de envenenar a un niño para manipular a Jesse en su favor. De esta forma, funciona el mecanismo de la relatividad moral, en el que las acciones de Walter White no parecen tan malas porque hay un referente todavía peor que él. De esta forma, parecen infundadas las sospechas de Jesse parecen infundadas y la explosión en el asilo, justificada.
Pero en el momento en el que la cámara termina de encuadrar la planta y vemos los lirios del valle, aparece ante nuestros ojos la dimensión de aquello en lo que Walter White se ha convertido. El inicial hombre pusilánime y miedoso, con el que la serie pretendía que nos identificáramos, es el villano más terrible y maquivélico de todo el universo Breaking Bad. Forma y contenido aúnan sus fuerzas para mostrarnos a un hombre al que ya no le quedan subterfugios morales tras los que ocultarse, por mucho que lo intente. La transformación en Heisenberg se ha completado. Y hacerle eso a un personaje como White requiere mucho valor.
Es una pena que al final Gilligan y su equipo no se atreviesen a descarrilar del todo a ese tren desbocado que es Walter White, y prepararan una frenada forzada de emergencia en los dos últimos capítulos de la serie. Walter White, como personaje, no se merecía victoria y redención. Pero eso es una cuestión para otro artículo. Lo importante aquí es que solo ese plano justifica el visionado de cuatro temporadas de lo que, a ojos de un servidor, es corrección intrascendente.
(1) Una anagnórisis, también llamada agnición, es una peripecia narrativa opcional que consiste en un reconocimiento de la identidad de un personaje, ya sea por parte del público exclusivamente, o por parte del público y del resto de personajes. En este caso, el público conoce que la identidad del envenenador de Brock es Walter White.