Cuando uno de los mejores directores que la Historia del cine ha dado firma una de las películas más destacadas de su filmografía, el resultado no puede ser otra cosa que una obra de arte de una factura sin igual. Eso es lo que ocurre con John Ford y su Centauros del desierto, una película que marcaría un punto de inflexión en la trayectoria histórica del Séptimo Arte y, por supuesto, en la del género western.
Las alabanzas al trabajo de dirección de esta epopeya homérica son múltiples y unánimes, por la habilidad para contar sin contar tan magistral que desplegaba el director de origen irlandés, presente, por ejemplo, en la secuencia prólogo o en el momento en el que John Wayne baja por el desfiladero; y por la construcción de ese personaje enorme, complejo, oscuro e irresistible que es Ethan Edwards.
Pero también cuenta Ford con otra gran virtud, la de saber combinar un gusto exquisito en la composición con la capacidad de dotar de vida a los encuadres. Como ejemplo, deléitense con la secuencia del desayuno:
Esta escena del principio de la película sintetiza lo que era capaz de ofrecer John Ford. La cámara está fija en un plano de conjunto que capta toda la habitación, y capta al capitán/reverendo Sam Clayton (Ward Bond) mientras se está sentando a la mesa. Las fuerzas centrípetas de la composición tienen su centro en él, y en torno al simpático personaje gira todo el movimiento de la escena. En primer término, como si de un teatro se tratara, se encuentran los niños en la mesa y el vaquero Jorgensen sentado en un banco a la izquierda, mientras que en un segundo término se sirven café y conversan el resto de Rangers con Aaron Edwards, el dueño de la casa. Martha, la mujer, va y viene en un movimiento constante, y también aparece al fondo Martin Pawley, el que será coprotagonista de la película. El movimiento de Martha y las niñas dota de dinamismo al cuadro, mientras que las figuras inmóviles de Clayton y los rangers lo fijan, aunque están también en constante actividad. El personaje de Ward Bond dirige la escena plásticamente, y también con su constante conversación en la que agradece la hospitalidad de los Edwards y jura lealtad a Aaron y Martin. Y justo en ese momento, se abre una puerta al fondo y en el quicio, bañada en sombras, se dibuja la poderosa e inconfundible figura del protagonista de la película, que se acerca con su tambaleo habitual a la mesa.
El plano ha durado algo más de un minuto, y constituye un ejemplo valiosísimo de lo que André Bazin habría denominado, orgulloso, «plano total»: valiéndose de la profundidad de campo, Ford se las apaña para poner en escena distintas escenas utilizando un solo plano en el que las acciones son percibidas simultáneamente aunque ocurran en espacios distintos. Para el crítico y teórico francés, este era el modo de hacer cine más fiel a la realidad, ya que permitía al espectador elegir qué quería ver y no estaba mediatizado por un montaje manipulador. La cuestión levantó durante años una polémica que no interesa aquí. Lo que nos importa es comprobar cómo un artista alcanzaba la perfección en la obra culmen de su carrera.